Publicado en diario El Tribuno, Salta, el miércoles 19 de octubre de 2011
Un fenómeno que no por antiguo pierde importancia ocurre con la vocación del político de imponer una uniformidad de pensamiento. Esa vocación merece ser combatida por todos, comenzando por quienes detentan ocasionalmente el poder. El ciudadano, a su turno, tuvo siempre vocación por informarse sobre los quehaceres de los gobernantes. Así se originaron la publicidad de los actos de gobiernos y los controles formales. Empero la vocación de no someterse a examen alguno sigue viva, principalmente en Latinoamérica.
Los gobernantes y dirigentes saben, o debieran saber, que la apuntada vocación del ciudadano ha construido también un sistema informal de control, que funciona desde el Siglo 19 y cuyo pilar es la prensa libre. En nuestro país el norte del rumbo ético nació en 1811 cuando el Triunvirato dictó el Estatuto Provisional de ese año que, entre otras cosas, establecía la libertad de imprenta a la cual junto a la seguridad individual, categorizaba como “el fundamento de la felicidad pública”.
Pero esta garantía de libertad de expresión –hoy elevada al más amplio derecho a la información – tiene mortificaciones; no sólo provienen de la censura sino que existen muchas formas y maneras de socavarla. Desde el agravio directo realizado desde el poder político a los periodistas y a los medios de información, hasta maniobras más sutiles que buscan la asfixia económica de éstos o el silencio atemorizados de aquellos. No es el caso de enumerarlos, sino apuntar que el intento de acallar los medios, de eliminar el derecho a la información, resultan conducta reñidas con la ética de gobierno y por otro lado, tan estériles como intentar tapar el sol con un harnero. Y esto, además de ausencia de ética política revela también ignorancia.
Es ignorar la realidad de la monumental estructura que forman los medios no tradicionales de información, los cuales que permiten conocer los hechos por vías distintas a las tradicionales –diarios, radio y TV- y que están a disposición de buena parte de la sociedad, como el correo electrónico que ha transformado a cada PC en una estafeta postal instantánea o la globalizada red de información que provee, también en tiempo real, Internet, es no valorar las redes sociales que anidan en los celulares que portan millones de personas en el mundo.
Además de ignorar la realidad, agraviar a la prensa libre es ofender a la porción de la comunidad que piensa diferente, es menospreciar por elevación al ciudadano que por sus ideas se informa por el medio que él elige, o que quiere conocer hechos -y tiene todo el derecho- hechos que los gobiernos desearían ocultar. Es discriminar entre ciudadanos de primera, aquellos que alientan a una administración y los ciudadanos de segunda, que tienen un enfoque diverso para mirar la realidad. Es, en síntesis, demostrar autoritarismo con conductas describió magistralmente Díaz Plaja en su obra El Español y los Siete Pecados Capitales, cuando afirmaba: “Solo a la soberbia, a la gigantesca soberbia hispánica, puede atribuirse al juicio que de su adversario político hace el español: Fulano piensa distinto que yo, luego Fulano es un cabrón”.
Esto está sucediendo hoy en Latinoamérica, en Argentina y en Salta; debe corregirse ese peligro que encendió luces de alerta, corrección que le permita a Los Unos que, cuando le llegue su turno, puedan ser El Otro, y todo momento ambos se sientan partícipes de una misma sociedad, miembros de una misma Nación, congregantes de un futuro común.
Armando J. Frezze
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