Columna publicada por Ariel Torres en la edición dominical del diario La Nación, el 28 de octubre de 2012
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Hay dos hechos que suelen confundirse. Por un lado,
que el pueblo gobierna sólo mediante sus representantes. Por otro, que
los ciudadanos necesitan caudillos que los convoquen. Lo primero es un
mandato constitucional. Un mandato comprensible, por otro lado. Dado el
número de ciudadanos, cualquier otra solución resultaría, como mínimo,
impráctica.
Pero de ninguna manera es cierto que los pueblos no tienen ni la conciencia ni la voluntad para ganar la calle por sí mismos.Si no lo habían hecho hasta ahora (salvo en casos de extremo malestar, como tras el corralito de diciembre de 2001) es porque se enfrentaban con un problema de escala. Tales son las dimensiones de las grandes ciudades -donde, a su vez, se concentra gran parte de los votantes- que durante décadas fue imposible para los ciudadanos el comunicarse para aunar un número suficiente de voluntades. Se requería, para esto, intermediarios: el partido, el líder, el caudillo, los medios de comunicación, la publicidad, el marketing, el aparato.
De allí que las manifestaciones tengan tanto valor político. Hacen visible lo invisible. No se trata del voto, que aparece en las pantallas como una estadística impersonal. En estas ciudades inmensas la manifestación multitudinaria es la única ágora que surte efecto. Es poner el cuerpo.
Por eso su éxito se mide de la forma más prosaica: las plazas se desbordan o la movilización fracasa.
Hasta hace poco no había ninguna fórmula que pudiera suplir los métodos tradicionales de convocatoria. La explicación es simple: el costo del broadcasting era astronómico.
Eso se terminó con Internet. No porque sí los totalitarismos le temen, la fiscalizan y la censuran. El precioso poder de difusión está ahora en manos de más de 2000 millones de seres humanos, y este número no deja de crecer. Su costo es irrisorio. Es fácil de usar. Es móvil. Tiene audio, video y cámara. Se lleva en el bolsillo. Y no se puede apagar, porque la economía colapsa.
Llevó más o menos un cuarto de siglo que este poder estallara con potencial viral en las redes sociales (Facebook, Twitter), más cercanas, inmediatas y cohesivas que el mail o los foros. Uno de sus resultados visibles fue la manifestación del 13-S, que dejó pasmados a políticos propios y ajenos. De hecho, fueron los últimos en enterarse. "No pensé que fuera a ir tanta gente", repetían al aire, sin pensar en el grave aislamiento que denotaba esta afirmación. Hasta los que hacen campaña en Twitter y Facebook fueron tomados por sorpresa. Se ve que no prestaron oídos a sus community managers .
Para mi absoluta sorpresa, muchos señalaron como una deficiencia que las marchas del 13-S no hubieran tenido una cabeza visible, un partido o una coalición de partidos que las convocara. Pero no es ningún defecto. Es una nueva forma de manifestarse (y, por lo tanto, de hacer política) en un mundo donde la ciudadanía no es convocada, sino que convoca; no es acarreada, sino que moviliza. Tiene los medios. Ahora necesita la clase política que la represente.
Ariel Torres