Publicado por El Tribuno, Salta, viernes 19 de octubre de 2012
En diciembre de 2005 una ordenanza impuso en su
artículo tercero un deber hasta hoy incumplido, consistente en prohibir “el ingreso y circulación en la Ciudad de Salta de todo tipo de
vehículo de transporte de carga que supere las ocho toneladas (8 Tn) de peso
incluida la carga, que no cuenten con autorización expresa de la autoridad de
aplicación”. Ni ese artículo ni ningún de los otros que integraron el texto de
la Ordenanza 12.631 sometía la prohibición a ninguna condición previa ni a
exigencia alguna vinculada a las playas de trasferencia de cargas. Fue una
prohibición independiente, simple y llana, que continúa vigorosamente en pie al
día de la fecha. De modo que desde hace casi ocho años el Departamento Ejecutivo
estaría incumpliendo el deber que, independiente de condición alguna, puso a su cargo esa ordenanza.
La norma perseguía dos objetivos diferenciados, los cuales -aunque
relacionados entre sí- no están subordinados el uno al otro: uno fue crear la
playa de transferencia de cargas y el otro prohibir el ingreso de camiones,
veda que no está, ni estuvo, vinculada en ninguna parte del texto a la previa
existencia de la o las playas referidas.
El
segundo objetivo – la regulación de una terminal de transferencia de cargas-
resultó un complicado rompecabezas desde el mismo momento que la ordenanza, en
su brevísimo primer artículo,
transformó sin anestesia una actividad comercial lícita, cuyo ejercicio
es garantizado a cualquier ciudadano, en un servicio público municipal sin más fundamentos que los contenidos en los
ocho exiguos renglones de los considerandos. La mutación de una libre actividad
comercial a otra actividad regulada como servicio público, exige mucho más que
ocho renglones de razones y motivos. Sucede que no toda actividad regulada
es necesariamente un “servicio público”: los bancos, el seguro, la medicina
prepaga, la seguridad privada, entre muchas otras actividades que revisten
importancia económica o poseen fuerte repercusión social, son minuciosamente
reguladas pero no son servicios públicos; se desarrollan y progresan en el
campo de la libre competencia.
El laberinto se
torna más confuso cuando, también casi sin fundamentos, la ordenanza convierte
ese servicio en un servicio público “municipal” y se oscurece del todo al
elevarlo a la categoría de monopolio estatal.
El texto de la norma crea, perfila y regula las
circunstancias de “una” Playa de Transferencia de Cargas, nombrada siempre en
singular. La creación de una única playa municipal tiene como resultado que ese
novedoso servicio público nazca como un
monopolio, uno municipal pero monopolio al fin. ¿Porqué debería haber “una” única playa de
transferencia de cargas? La Ordenanza no lo fundamenta. Tampoco explica la
razón que obliga a que ese monopolio pertenezca al estado municipal. Por
último, la posibilidad que la ordenanza permite de cederlo a terceros, también
carece de motivación. La complejidad de lo que se legisló, requería de extensos
y sólidos fundamentos, máxime si su titular -la Municipalidad— posee la opción
de ceder ese monopolio a favor de particulares, como lo faculta el séptimo
artículo. Tal es la envergadura del embrollo que no ha permitido al
Departamento Ejecutivo en estos casi ocho años, ni ponerlo en movimiento como
titular ni otorgarlo en concesión.
Y si
alguna vez funcionara ¿qué ocurriría si se abriesen playas de transferencias de
carga en municipios cercanos –Güemes, El Bordo, Camposanto- donde esa actividad
ni es monopólica ni tampoco esta regulada como servicio público? ¿qué sucedería si en ellos, las tasas fueran
más bajas o la actividad tuviese incentivos fiscales? ¿qué destino se le daría
entonces al elefante blanco a construirse en el Municipio Capital?
La
solución al tema no debiera ser diferente a la aplicada con los automóviles en
la ciudad de Salta: el sancionar a quienes estacionan en infracción motivó que
la iniciativa privada abriera playas de estacionamientos, para paliar el
problema con una mínima intervención regulatoria del Municipio.
El laberinto no parece tener otra
salida y el artículo tercero de la Ordenanza 12.631 es la llave. Querer usarla
o no siempre ha sido una decisión política.-
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