Es curioso
que poco después de la marcha del pasado 13 de septiembre, dos destacados
referentes del grupo intelectual kirchnerista “Carta Abierta”, asociaran en sus
declaraciones esa marcha a un sentimiento de odio. Primero Juan Pablo Feinman y al día siguiente Ricardo Forster,
hicieron declaraciones públicas señalando que los manifestantes expresaron ese
sentimiento, el que
apuntaba especialmente a la presidenta Cristina Fernández. En los hombres,
señaló el Feinmann, porque les resulta
una mujer imposible y en las mujeres porque "su mera existencia les demuestra su mediocridad". Forster, a su vez, aseguró que “Feinmann se queda corto con lo que dice sobre el odio de algunos sectores sociales contra la Presidenta ”. (En Salta lo repitió una semana mas tarde en un reportaje al diario El Tribuno: “Me preocupa la retórica
del odio”).
Pocos días después el argumento
alcanzaba el más alto nivel político: los discursos presidenciales. Dicen que
el grupo Carta Abierta suele pronosticar la agenda de la Presidenta adelantando
sus futuras opiniones o decisiones. Esta
conjetura se confirmó el miércoles 10 de octubre; por cadena nacional manifestó
"No quiero odio en mi país ... Quiero debates”, reiterándose el viernes 19 en Corrientes,
desde el palco erigido frente a la Basílica de Itatí (la Iglesia correntina no
le autorizó hablar en el templo): “Yo le pido a la
Virgen que también los ilumine a ellos, para que comprendan la necesidad de más
amor y no de odio, porque el odio no lleva a ninguna parte ".
Dos
consideraciones merecen este resurgimiento del odio como ingrediente del
discurso político. La primera es que ese sentimiento -definido como aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea- no forma parte
de la esencia del ser nacional; el pueblo argentino es pacífico, solidario y
generoso bastando leer el Preámbulo de la Constitución Argentina para percibir
de inmediato esos rasgos.
La
segunda consideración es que Feinmann,
Forster y la Presidenta colocan al odio fuera del círculo de Carta
Abierta o del gobierno. En otras palabras, el que odia siempre es “el otro”,
para este caso los manifestantes del 13 de septiembre. Es el abc del manual
kirchnerista. Que la Virgen “los ilumine a ellos”, pidió la Presidenta desde
ese lugar de perfección ajeno a todo error o pecado.
Durante la marcha de las
cacerolas hubo, es cierto, expresiones agraviantes pero también es cierto que
no fueron la regla sino la excepción. Usualmente la maldad se recuerda y lo
bueno se olvida. Todos saben quien es Caín pero nadie conoce a Set. La marcha fue una expresión popular,
espontánea, desarrollada en muchos barrios de la Capital Federal y de muchas
poblaciones de Argentina. No hubo discursos, pero la gente se expresó con
carteles, pancartas y banderas argentinas.
¿Que
decían? Un examen de carteles legibles y su texto, en las fotografías
publicadas por los medios y redes sociales, permite tener una visión aproximada
del sentir de los manifestantes, por cierto muy lejano al odio: la clara
mayoría fueron consignas contra la
reforma constitucional, el segundo grupo se repartía entre la libertad, la mentira y la corrupción. Y
en menor cantidad, mucho más dispersos los que apuntaban a la seguriad, inflación, cadena nacional, politización en
escuelas y otros temas. La fotos mostraron gente de toda edad, familias con
niños, gesto amable, sonrisa, distensión.
Ni crispación, ni odio.
No resulta acertado entonces,
como lo hizo el gobierno, instalar el
sentimiento del odio en los “otros” a partir de excepciones aisladas en una
marcha pacífica. No pueden hacerlo quienes alientan la convicción política del
“Vamos por todo!” cuyo significado último no vencer al adversario, sino
destruir al enemigo. Porque eso es claramente odiar.
Eva Perón
publicó su autobiografía política, La Razón de mi Vida, casi un año antes de su
muerte, lo que hace presumir su consentimiento sobre el texto. De ese texto se
desprende que a Eva la convocó siempre la indignación y la ira, pero no el
odio. Sus defectos los asume y confiesa. “Soy sectaria, sí. No lo niego” afirma, pero su
identificación con los que sufrían la injusticia social la llevó a eso y a
mucho más, cuenta. “Por eso grito muchas veces cuando en mis discursos se me
escapa la indignación que llevo” dice quien nunca tuvo cargos oficiales y
concede: “Tienen razón mis críticos. Soy una resentida social”. Era la líder
femenina de un peronismo que al año siguiente ganaría las elecciones
presidenciales con casi el 64 por ciento de los votos.
Desconocer
sistemáticamente los propios errores y achacárselos a otros es un atajo
engañoso para los líderes, atajo que en algún momento, indefectiblemente, se tornará en un callejón sin salida.
Armando J. Frezze
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