martes, 30 de octubre de 2012

UNA NUEVA MANERA DE MANIFESTARSE


Columna publicada por Ariel Torres en la edición dominical del diario La Nación, el 28 de octubre de 2012

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Hay dos hechos que suelen confundirse. Por un lado, que el pueblo gobierna sólo mediante sus representantes. Por otro, que los ciudadanos necesitan caudillos que los convoquen. Lo primero es un mandato constitucional. Un mandato comprensible, por otro lado. Dado el número de ciudadanos, cualquier otra solución resultaría, como mínimo, impráctica.
Pero de ninguna manera es cierto que los pueblos no tienen ni la conciencia ni la voluntad para ganar la calle por sí mismos.
Si no lo habían hecho hasta ahora (salvo en casos de extremo malestar, como tras el corralito de diciembre de 2001) es porque se enfrentaban con un problema de escala. Tales son las dimensiones de las grandes ciudades -donde, a su vez, se concentra gran parte de los votantes- que durante décadas fue imposible para los ciudadanos el comunicarse para aunar un número suficiente de voluntades. Se requería, para esto, intermediarios: el partido, el líder, el caudillo, los medios de comunicación, la publicidad, el marketing, el aparato.
De allí que las manifestaciones tengan tanto valor político. Hacen visible lo invisible. No se trata del voto, que aparece en las pantallas como una estadística impersonal. En estas ciudades inmensas la manifestación multitudinaria es la única ágora que surte efecto. Es poner el cuerpo.
Por eso su éxito se mide de la forma más prosaica: las plazas se desbordan o la movilización fracasa.
Hasta hace poco no había ninguna fórmula que pudiera suplir los métodos tradicionales de convocatoria. La explicación es simple: el costo del broadcasting era astronómico.
Eso se terminó con Internet. No porque sí los totalitarismos le temen, la fiscalizan y la censuran. El precioso poder de difusión está ahora en manos de más de 2000 millones de seres humanos, y este número no deja de crecer. Su costo es irrisorio. Es fácil de usar. Es móvil. Tiene audio, video y cámara. Se lleva en el bolsillo. Y no se puede apagar, porque la economía colapsa.
Llevó más o menos un cuarto de siglo que este poder estallara con potencial viral en las redes sociales (Facebook, Twitter), más cercanas, inmediatas y cohesivas que el mail o los foros. Uno de sus resultados visibles fue la manifestación del 13-S, que dejó pasmados a políticos propios y ajenos. De hecho, fueron los últimos en enterarse. "No pensé que fuera a ir tanta gente", repetían al aire, sin pensar en el grave aislamiento que denotaba esta afirmación. Hasta los que hacen campaña en Twitter y Facebook fueron tomados por sorpresa. Se ve que no prestaron oídos a sus community managers .
Para mi absoluta sorpresa, muchos señalaron como una deficiencia que las marchas del 13-S no hubieran tenido una cabeza visible, un partido o una coalición de partidos que las convocara. Pero no es ningún defecto. Es una nueva forma de manifestarse (y, por lo tanto, de hacer política) en un mundo donde la ciudadanía no es convocada, sino que convoca; no es acarreada, sino que moviliza. Tiene los medios. Ahora necesita la clase política que la represente.
Ariel  Torres

EL ODIO EN EL DISCURSO POLÍTICO


 Publicado en diario El Tribuno, de Salta, viernes 26 de octubre de 2012





            Es curioso que poco después de la marcha del pasado 13 de septiembre, dos destacados referentes del grupo intelectual kirchnerista “Carta Abierta”, asociaran en sus declaraciones esa marcha a un sentimiento de odio.  Primero Juan Pablo Feinman y al día siguiente Ricardo Forster, hicieron declaraciones públicas señalando que los manifestantes expresaron ese sentimiento, el  que apuntaba especialmente a la presidenta Cristina Fernández. En los hombres, señaló el Feinmann,  porque les resulta una mujer imposible y en las mujeres porque "su mera existencia les demuestra su mediocridad". Forster, a su vez, aseguró que “Feinmann se queda corto con lo que dice sobre el odio de algunos sectores sociales contra la Presidenta . (En Salta lo repitió una semana mas tarde en un reportaje al diario El Tribuno: “Me preocupa la retórica del odio”).

            Pocos días después el argumento alcanzaba el más alto nivel político: los discursos presidenciales. Dicen que el grupo Carta Abierta suele pronosticar la agenda de la Presidenta adelantando sus futuras opiniones o decisiones. Esta conjetura se confirmó el miércoles 10 de octubre; por cadena nacional manifestó "No quiero odio en mi país ... Quiero debates”,  reiterándose el viernes 19 en Corrientes, desde el palco erigido frente a la Basílica de Itatí (la Iglesia correntina no le autorizó hablar en el templo): Yo le pido a la Virgen que también los ilumine a ellos, para que comprendan la necesidad de más amor y no de odio, porque el odio no lleva a ninguna parte ".

            Dos consideraciones merecen este resurgimiento del odio como ingrediente del discurso político. La primera es que ese sentimiento -definido como aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea- no forma parte de la esencia del ser nacional; el pueblo argentino es pacífico, solidario y generoso bastando leer el Preámbulo de la Constitución Argentina para percibir de inmediato esos rasgos.

            La segunda consideración es que Feinmann,  Forster y la Presidenta colocan al odio fuera del círculo de Carta Abierta o del gobierno. En otras palabras, el que odia siempre es “el otro”, para este caso los manifestantes del 13 de septiembre. Es el abc del manual kirchnerista. Que la Virgen “los ilumine a ellos”, pidió la Presidenta desde ese lugar de perfección ajeno a todo error o pecado. 

Durante la marcha de las cacerolas hubo, es cierto, expresiones agraviantes pero también es cierto que no fueron la regla sino la excepción. Usualmente la maldad se recuerda y lo bueno se olvida. Todos saben quien es Caín pero nadie conoce a Set.  La marcha fue una expresión popular, espontánea, desarrollada en muchos barrios de la Capital Federal y de muchas poblaciones de Argentina. No hubo discursos, pero la gente se expresó con carteles, pancartas y banderas argentinas.

            ¿Que decían? Un examen de carteles legibles y su texto, en las fotografías publicadas por los medios y redes sociales, permite tener una visión aproximada del sentir de los manifestantes, por cierto muy lejano al odio: la clara mayoría fueron consignas  contra la reforma constitucional, el segundo grupo se repartía entre  la libertad, la mentira y la corrupción. Y en menor cantidad, mucho más dispersos los que apuntaban a la seguriad,  inflación, cadena nacional, politización en escuelas y otros temas. La fotos mostraron gente de toda edad, familias con niños, gesto amable, sonrisa, distensión.  Ni crispación, ni odio.

No resulta acertado entonces, como lo hizo el gobierno,  instalar el sentimiento del odio en los “otros” a partir de excepciones aisladas en una marcha pacífica. No pueden hacerlo quienes alientan la convicción política del “Vamos por todo!” cuyo significado último no vencer al adversario, sino destruir al enemigo. Porque eso es claramente odiar.

            Eva Perón publicó su autobiografía política, La Razón de mi Vida, casi un año antes de su muerte, lo que hace presumir su consentimiento sobre el texto. De ese texto se desprende que a Eva la convocó siempre la indignación y la ira, pero no el odio. Sus defectos los asume y confiesa. Soy sectaria, sí. No lo niego” afirma, pero su identificación con los que sufrían la injusticia social la llevó a eso y a mucho más, cuenta. “Por eso grito muchas veces cuando en mis discursos se me escapa la indignación que llevo” dice quien nunca tuvo cargos oficiales y concede: “Tienen razón mis críticos. Soy una resentida social”. Era la líder femenina de un peronismo que al año siguiente ganaría las elecciones presidenciales con casi el 64 por ciento de los votos.

            Desconocer sistemáticamente los propios errores y achacárselos a otros es un atajo engañoso para los líderes, atajo que en algún momento, indefectiblemente,  se tornará en un callejón sin salida.
                                         
                                                                                                Armando J. Frezze  


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lunes, 29 de octubre de 2012

UN MONOPOLIO ESTATAL INNECESARIO

Publicado por   El Tribuno, Salta,  viernes 19 de octubre de 2012


En diciembre de 2005 una ordenanza impuso en su artículo tercero un deber hasta hoy incumplido, consistente en prohibir “el ingreso y circulación en la Ciudad de Salta de todo tipo de vehículo de transporte de carga que supere las ocho toneladas (8 Tn) de peso incluida la carga, que no cuenten con autorización expresa de la autoridad de aplicación”. Ni ese artículo ni ningún de los otros que integraron el texto de la Ordenanza 12.631 sometía la prohibición a ninguna condición previa ni a exigencia alguna vinculada a las playas de trasferencia de cargas. Fue una prohibición independiente, simple y llana, que continúa vigorosamente en pie al día de la fecha. De modo que desde hace casi ocho años el Departamento Ejecutivo estaría incumpliendo el deber que, independiente de condición alguna,  puso a su cargo esa ordenanza.
La norma perseguía dos objetivos diferenciados, los cuales -aunque relacionados entre sí- no están subordinados el uno al otro: uno fue crear la playa de transferencia de cargas y el otro prohibir el ingreso de camiones, veda que no está, ni estuvo, vinculada en ninguna parte del texto a la previa existencia de la o las playas referidas.
El segundo objetivo – la regulación de una terminal de transferencia de cargas- resultó un complicado rompecabezas desde el mismo momento que la ordenanza, en su brevísimo primer artículo,  transformó sin anestesia una actividad comercial lícita, cuyo ejercicio es garantizado a cualquier ciudadano, en un servicio público municipal sin  más fundamentos que los contenidos en los ocho exiguos renglones de los considerandos. La mutación de una libre actividad comercial a otra actividad regulada como servicio público, exige mucho más que ocho renglones de razones y motivos. Sucede que no toda actividad regulada es necesariamente un “servicio público”: los bancos, el seguro, la medicina prepaga, la seguridad privada, entre muchas otras actividades que revisten importancia económica o poseen fuerte repercusión social, son minuciosamente reguladas pero no son servicios públicos; se desarrollan y progresan en el campo de la libre competencia.
            El laberinto se torna más confuso cuando, también casi sin fundamentos, la ordenanza convierte ese servicio en un servicio público “municipal” y se oscurece del todo al elevarlo a la categoría de monopolio estatal.
El texto de la norma crea, perfila y regula las circunstancias de “una”  Playa de Transferencia de Cargas, nombrada siempre en singular. La creación de una única playa municipal tiene como resultado que ese novedoso servicio público nazca  como un monopolio, uno municipal pero monopolio al fin. ¿Porqué debería haber “una” única playa de transferencia de cargas? La Ordenanza no lo fundamenta. Tampoco explica la razón que obliga a que ese monopolio pertenezca al estado municipal. Por último, la posibilidad que la ordenanza permite de cederlo a terceros, también carece de motivación. La complejidad de lo que se legisló, requería de extensos y sólidos fundamentos, máxime si su titular -la Municipalidad— posee la opción de ceder ese monopolio a favor de particulares, como lo faculta el séptimo artículo. Tal es la envergadura del embrollo que no ha permitido al Departamento Ejecutivo en estos casi ocho años, ni ponerlo en movimiento como titular ni otorgarlo en concesión.
Y si alguna vez funcionara ¿qué ocurriría si se abriesen playas de transferencias de carga en municipios cercanos –Güemes, El Bordo, Camposanto- donde esa actividad ni es monopólica ni tampoco esta regulada como servicio público?  ¿qué sucedería si en ellos, las tasas fueran más bajas o la actividad tuviese incentivos fiscales? ¿qué destino se le daría entonces al elefante blanco a construirse en el Municipio Capital?  
La solución al tema no debiera ser diferente a la aplicada con los automóviles en la ciudad de Salta: el sancionar a quienes estacionan en infracción motivó que la iniciativa privada abriera playas de estacionamientos, para paliar el problema con una mínima intervención regulatoria del Municipio.
El laberinto no parece tener otra salida y el artículo tercero de la Ordenanza 12.631 es la llave. Querer usarla o no siempre ha sido una decisión política.- 



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QUE EL TRANSITO SEA UN HECHO COMPLICADO NO OBLIGA A COMPLICAR EL DERECHO QUE LO RIGE

 Publicado en diario El Tribuno, de Salta, Lunes 8 de octubre de 2012
          


           Que el tránsito vehicular urbano es cada ves más complicado es una verdad de Perogrullo, pero de ella no se desprende que deban ser también complicadas las normas que lo regulan.
            Este rasgo cultural argentino –complicar las cosas sin necesidad- se advierte en la Ordenanza Nº 14.395 de Salta Capital sancionada el pasado julio, cuyo primer artículo dispone ratificar la vigencia” de las ordenanzas de adhesión a la Ley Nacional de Tránsito. Si estaban en vigencia ¿para que ratificarlas? Hacerlo sólo consigue que nazca una nueva ordenanza que dice lo mismo que las otras, embrollando las cosas sin beneficio para nadie. Es de imaginar el caos normativo que se produciría si todos los consejos deliberantes salteños acometieran la tarea de dictar nuevas ordenanzas que ratifiquen las que están en vigencia.
            Hay que recordar que las leyes –o las ordenanzas- una vez promulgadas duran para siempre, salvo en tres casos: que otra ley u ordenanza la derogue; que la norma fije la fecha de su vencimiento; o que caiga en desuso, lo que es raro en la actualidad . Otra verdad de Perogrullo entonces: mientras están vigentes, las leyes –y las ordenanzas- tienen vigencia;  perogrullada de la cual se deduce que siempre resultará una innecesaria complicación legislativa dictar otra ley –u ordenanza- que ratifique la vigencia de lo ya vigente.
            La que hoy se comenta, posee un notable empeño complicador:  después de haber realizado en su artículo primero una enérgica y total ratificación de la Ordenanza Nº 13.538, (que en 2009 dispuso adherir a la Ley Nacional de Tránsito) en el artículo siguiente ordena la derogación de cinco artículos de sus artículos. Parece que tan ratificada no estaba.
            Pero el enredo normativo no termina en esos dos primeros artículos, el tercero también llega con una sorpresa: deja sin efecto una norma que nunca existió. Anula una supuesta adhesión a un decreto nacional reglamentario de la Ley de Tránsito. Tan inexistente es esa supuesta adhesión que no puede utilizar el imperativo verbo “derogar”,  sino que esboza una tímida expresión, “dejar sin efecto”, omitiendo esa adhesión, omitiendo decir concretamente a cual norma afectaba.  
Este tema merece una explicación: hay dos motivos que prueban la inexistencia de alguna adhesión a esos decretos reglamentarios firmados por el Presidente Menem. El primero es sencillo: ninguna norma municipal de las que se nombran en la Ordenanza 14.395 de julio último, adhirió a decreto nacional alguno. Es un hecho que se comprueba con la sola lectura de esas disposiciones legales. El segundo motivo es de derecho: el Concejo Deliberante carece de facultades para votar una adhesión a ninguna otra norma legal que no sean leyes nacionales  o  provinciales, y se le exige para ello el voto de dos tercios del total de concejales, es decir mayoría agravada. Desde 1988 así lo dispone el art. 22 inc. w) de la Carta Municipal de Salta Capital; ese principio de adhesión restringida fue incorporado treinta años después también en la Carta Municipal de Cafayate en su artículo 53, inc. 5º, y no es un dato menor que durante esos años resultara incluído también en las Cartas Municipales de Tartagal, Hipólito Irigoyen, Mosconi, Pichanal y Colonia Sta. Rosa. Ese principio excluye a los legislativos municipales de la posibilidad de adherir a decretos, ordenanzas, resoluciones u otras disposiciones legales de jurisdicciones ajenas.
La normativa de tránsito ha sido siempre y en todo el país un complejo laberinto. Por tal motivo se inició hace medio siglo la tarea de llegar a una legislación unitaria.  Se comenzó suprimiendo las chapas patentes provinciales y la registración local de los automotores, hasta llegar en la actualidad a la unitarización de las normas, de las licencias de conducir y la permisión de actuar a entes como la Agencia Nacional de Seguridad Vial. La ordenanza sancionada en julio no acompaña esa tendencia simplificatoria. 
             Para que las normas se cumplan en un porcentaje óptimo, deben ser claras y su comprensión al alcance de todos los ciudadanos. Así como no se ama lo que no se conoce, no se cumple lo que no se entiende. Complicar la “espesura normativa vial” ni es útil para los ciudadanos ni facilita la eficacia de las normas porque al dificultar la implementación de políticas públicas, hace que a la larga los objetivos fijados no se alcancen totalmente, los recursos públicos resulten malgastados y el problema no se resuelva.
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martes, 25 de septiembre de 2012

La necesidad de una sonrisa


El pasado sábado 22 de septiembre Ariel Torres, editor del Suplemento Tecnología del matutino La Nación, dedicó su habitual columna semanal a un personaje casi desconocido para los argentinos, Scott Fahlman, bautizándola con un título imposible de pasar por alto: “El hombre que nos enseñó a sonreír”.  Teniendo en cuenta la crispación general que hoy se apodera de la población, empujando a algunos a manifestarse en la calle contra la gestión del gobierno nacional, y recibiendo como respuestas más crispación todavía al ser llamados “gusanos” (un ex diputado nacional) o advertidos que “pasarán sobre nuestros cadáveres” (un actual diputado nacional), creo que es bueno volver la mirada a algo que nos una a los argentinos, aún en el disenso, y el buen humor es una gran herramienta.
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“Los emoticones son una ciencia, mire. De hecho, fue un investigador de inteligencia artificial quien los inventó, Scott Fahlman, de la Universidad de Carnegie Mellon. Lo entrevisté en 2009 ( www.lanacion.com.ar/1159337 ), y estos días, revisando esa columna, caí en la cuenta de que las caritas cumplían ¡30 años!
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Fahlman creó los emoticones para evitar malentendidos en los foros electrónicos de Carnegie Mellon. Una idea brillantísima, porque una carita transforma la reconvención en complicidad, siembra el doble sentido, sugiere la ironía y suaviza la crítica. Es un decir sin palabras que responde a un hecho obvio, pero fácil de obviar: el chat es un diálogo sin entonación, gestos ni expresiones faciales. Sin mirarnos a los ojos. Sin siquiera bajar la vista. Al revés que otras propuestas previas para marcar bromas y sonrisas, las combinaciones :-) y :-( de Fahlman prendieron enseguida. Treinta años después no podríamos vivir sin sus smileys, como él prefiere llamarlas.
Se le ha observado a Fahlman que los grandes escritores nunca necesitaron de emoticones para expresarse. Scott refuta con elegancia estos dichos en su sitio sobre los emoticones ( www.cs.cmu.edu/~sef/sefSmiley.htm ); por mi parte añadiré, con menos gallardía, que esta crítica es delirante. Por supuesto que los escritores también necesitan emoticones. De hecho, los usan en el chat. Los evitarán en la literatura, a lo sumo, y esto, por dos motivos.
Primero, porque la mayor parte de la literatura fue escrita antes de 1948, cuando la primera sonrisita gráfica hace su debut en una película de Ingmar Bergman, Hamnstad.
Segundo, porque los textos epistolares son escasos. Esto quiere decir que en general los narradores están en primera o en tercera persona. Más simple: si Juan quisiera hacer lo mismo que un escritor sonaría tan inadecuado como una máquina tragamonedas en un convento. Nada más imagínese que, en lugar del típico Hola, Ana :), escribiese algo como:
Hola, Ana -dice Juan con una sonrisa que expresa su alegría por verte. Mínimo, Juan pasaría por un trastornadito con las destrezas de socialización de una ojiva nuclear.
Pero hay algo más.
En general sabemos que los autores escriben para nosotros, pero que no nos escriben a nosotros (ni siquiera en el género epistolar). Así que la función de los guiños, propia del diálogo y sujeta al contexto, queda mayormente desactivada.
Por otro lado, no creemos ni por un instante que los escritores tengan que expresar sus emociones con claridad. De hecho, la falta de claridad puede ser un recurso literario. En el chat, en cambio, origina con frecuencia roces, y cada tanto una riña.
Me apuntaba un amigo que antes, en las cartas y postales, no usábamos emoticones. Exacto, no los usábamos. Pasado. Hoy lo haríamos, si todavía enviáramos cartas de papel y postales de cartón. Los empleamos constantemente en las notas que dejamos pegadas en la heladera o la pantalla de un colega.
Además, ¿tanto trabajo cuesta ver el chat como lo que es? Es un diálogo, no una carta ni una postal; incluso como diálogo es algo completamente nuevo, con sus propias reglas y una dinámica única.
Todas estas cosas las vio, en un instante genial, Scott Fehlman, a quien le escribí el martes para desearle feliz cumpleaños ;) y para preguntarle qué sentía, después de tres décadas de esta invención que él tiene por modesta, pero que hoy es universal. Me respondió: "Luego de 30 años es todavía una sorpresa para mí que esta pequeña idea haya sobrevivido tanto. Es tan fácil hoy enviar una foto o un video, si querés sonreírle a alguien. Pero me imagino que el emoticón se ha convertido en parte de nuestro lenguaje, y podría sobrevivir durante tanto tiempo como sigamos enviando mensajes de texto".
Sabias palabras. Con todo, 30 años de emoticones parecen no ser suficientes para que todo el mundo incorpore este lenguaje de ideogramas emocionales. Observe.
Una de las costumbres más irritantes que existen en cualquier forma de diálogo textual (Messenger, Nimbuzz, Whatsapp, Skype, Facebook, Google Talk, SMS) es la de no usar emoticones. Pueden debatir hasta mañana si son importantes, pero si le mandás un SMS a tu mujer diciéndole:
Vamos al cine hoy?
Y te responde:
No tengo ganas de salir
Te vas a pasar las próximas cinco horas pensando qué metida de pata te mandaste. Tu respuesta emocional será diametralmente opuesta, si te escribe:
No tengo ganas de salir ;)
Así que no sé si son importantes, pero estoy seguro de que no son opcionales.
El que se abstiene de los emoticones vive causando tensión en su interlocutor. Es la clase de persona que te hace sentir todo el tiempo que está enojada. Después de veinte minutos de un intercambio sin sonrisas ni guiños, intentás indagar un poquito. Para qué. Es peor el remedio que la enfermedad. A la pregunta de si está todo bien responderá con un “Sí” tan seco que sólo servirá para confirmar tus sospechas.
En general, incurre en la falta de emoticones el recién llegado a la mensajería instantánea. No hay mal humor ni intención aviesa. Sólo ocurre que todavía no le tomó la mano a los emoticones.”
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Fragmento de la columna “El hombre que nos enseñó a sonreír”, de Ariel Torres
publicada en el diario La Nación, edición del sábado 22 de septiembre de 2012