Un habitante de la República Argentina puede tener preferencia por un partido político o por otro o por ninguno, o aún puede ser apolítico porque las diferencias, las humanas diferencias forman parte de la esencia del individuo, sea hombre o mujer. Pero en lo que no pueden diferenciarse es su conducta respecto del cumplimiento de la ley, máxime si esa ley es la norma fundacional de todas las otras, si esa norma es la Constitución Nacional que, en su versión actual, refleja toda la evolución y progreso de los pactos, estatutos y constituciones previas que le sirvieron de base y antecedentes durante estos dos siglos de vida independiente.
Por eso cuando funcionarios del gobierno nacional intentaron censurar al escritor Mario Vargas Llosa como principal orador en el acto de apertura de la Feria del Libro en Buenos Aires, olvidando que nuestro país otorgó a sus habitantes el irrestricto derecho de libertad de opinión hace doscientos años, me invadió una indignación que considero justificada.
Porque en suelo argentino, todo los individuos pueden decir lo que quieran por el medio que elija y esté a su alcance. Desde opinar sin miedos en la mesa de un café hasta publicar una solicitada, editar un libro o dar un discurso en una feria, congreso, convención u otro lugar cualesquiera. No puede recibir por ello ni censura previa ni represalia posterior salvo, claro está, que haya violado la ley pero recordando que la Constitución, prudente y sabiamente, indica que esa ley tiene que haber sido promulgada en fecha anterior al día en que el individuo dijo lo que dijo o publicó lo que publicó.
Este maravilloso derecho, que es como la salud: sólo se la extraña cuando se la pierde, nació prácticamente con el país. Fue introducido en la vida cotidiana de los argentinos por el Estatuto del año 1811 para que los habitantes pudiesen expresarse libremente y también controlar por ese medio los excesos del poder en que incurriera el gobernante.
En sus inicios fue llamada libertad de imprenta, que abolió para siempre los permisos reales o licencias gubernamentales que antes resultaban indispensables para poder instalar un taller de impresión, de estampar ilustraciones o imprimir textos y que permitió además la libre circulación de los impresos. Fue su matriz un artículo del Estatuto que rezaba: “Siendo la libertad de la imprenta y la seguridad individual el fundamento de la felicidad pública, los decretos en que se establecen forman parte de este Reglamento. Los miembros del Gobierno, en el acto de su ingreso al mando, jurarán guardarlos y hacerlos guardar religiosamente” Así nació la libertad de expresión que, habiendo evolucionado durante estos dos siglos, es hoy el moderno derecho a la información que garantiza nuestra Constitución Nacional.
El Estatuto Provisional de 1815 reafirmó esta libertad al disponer que “todo individuo natural del País ó extranjero puede poner libremente Imprentas públicas en cualquiera Ciudad, ó Villa del Estado” agregando entre otras cosas que el Cabildo establecerá un periódico semanal –su nombre era “El Censor”, su primer número es del 15/8/ 1815- cuyo “objeto principal será reflexionar sobre todos los procedimientos y operaciones injustas de los funcionarios públicos y abusos del País, ilustrando a los Pueblos en sus derechos y verdaderos intereses”. Nuestros revolucionarios de Mayo, deseaban una revolución verdadera, pero también deseaban transparencia republicana. Cuando el Gral. San Martín, de visión revolucionaria en más de un sentido, cruzó la Cordillera al mando del Ejercito de los Andes, se preocupó de que éste dispusiese de una imprenta portable “al servicio del Exercito para sus proclamas, partes, boletines ,etc. ”, pequeña prensa que también atravesó la Cordillera en aquella cruzada por la libertad americana.
Además de Cachi Caras y Caretas llegaba, como dice la contratapa de un ejemplar de 1933, a muchos paises incluidos Filipinas, EE.UU. y España. |
La Constitución de 1819 pulió el concepto disponiendo que “La libertad de publicar sus ideas por la prensa es un derecho tan apreciable al hombre como esencial para la conservación de la libertad civil en un estado” y la Constitución rivadaviana de 1826 lo terminó de ajustar añadiendo un según párrafo que indicaba que siendo un derecho de tanto valor “para la conservación de la libertad civil, será plenamente garantida (la libertad de prensa) por las leyes” (Art. 161)
En aquellos tiempos en los que no existían ferrocarriles ni telégrafos ni caminos, la prensa era la herramienta por excelencia para propagar y recibir información masivamente, como lo es hoy Internet o el correo electrónico. Con esos precarios medios, en el vasto territorio argentino se consolidó la unión nacional en 1852 y el año siguiente se sancionaba la Constitución que, con diversas modificaciones, sigue hoy rigiendo la vida de los habitantes del país. Desde entonces su artículo 14 establece la garantía que ampara a todo ciudadano de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa y que se perfeccionaba con otra garantía que su artículo 32 dispuso: “El Congreso Federal no dictará leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella la Jurisdicción Federal”. La Constitución Nacional de 1949 reiteró textualmente ambas expresiones en sus artículos 23 y 26. La reforma constitucional del año 1994 no modificó estas disposiciones transcriptas sino que las amplió, por imperio de la evolución del derecho, de la cultura y de la tecnología. Esa modernización se produjo al incorporar el Derecho a la Información, derivada de agregar a las facultades del Congreso de la Nación, en el artículo 75, inc. 22, una serie de tratados entre los cuales sobresalen -en orden a la evolución de la vieja libertad de imprenta- la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969) El primero establece un derecho de ida y vuelta, el de expresarse, poder brindar información pero también el derecho a recibirla libremente: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. El segundo, más conocido como Pacto de San José de Costa Rica, lo reitera en su extenso, detallado y minucioso artículo 13 de recomendable lectura. Lo esencial, expuesto en la parte inicial indica que “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.”
La sátira política a través de la prensa es una forma de crítica al poder político que tiene antiguo arraigo en la República Argentina. |
Pero esta garantía constitucional necesitó siempre –y hoy más que nunca antes- dar batalla cada día todos los días durante estos doscientos años. Porque la defensa de la libertad de opinión, como la educación, es un proceso continuo que jamás termina. Prueba de ello es la llegada a Argentina del presidente venezolano Hugo Chávez el día de hoy. Entre otros motivos lo convoca a esta tierra un hecho que, además de indignación, me produce vergüenza: entre otras cosas, llega para recibir el premio a la comunicación “Rodolfo Walsh”, que otorga la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata. Indignación y vergüenza simultáneamente porque Chávez es un militar- político narcisista-leninista, que así como no tuvo pudor en formar parte de una intentona golpista en 1992 para derrocar al presidente constitucional Carlos Andres Pérez, y que ahora desde el poder practica reiteradamente agresiones contra los medios y la libertad de opinión, su narcisismo no concibe otra prensa que no sea la que alabe su gestión. Sin prisa pero sin pausa se dedicado a fagocitar todos los medios independientes venezolanos que ha tenido a su alcance.
¿Cuánto tiempo falta para que irrumpa la novedosa y progresista República Argentino-Bolivariana en la cual se prohíba expresarse a través de sitios de Internet a cualquiera de sus usuarios? ¿Cuántas veces podré señalar libre y públicamente, como ahora hago en este blog, que nunca se han dado desde el poder respuestas concretas sobre temas como los millones de dólares provenientes de regalías petrolíferas, depositados en el exterior por el ex presidente Kirchner, o quién es el que reclama hoy los dólares de la valija de Antonini Wilson o quienes están comprometidos en el caso Skanska o sobre lo curioso que resulta que el título universitario de la Presidenta -o al menos alguna foto del acto en el que recibió su diploma de abogada- siga sin aparecer a pesar de las dudas que millones de habitantes tienen, por citar sólo unos pocos ejemplos?
Cierto es que hay gente que puede no estar de acuerdo con lo expresado en esta columna, personas que disientan con ella en todo o en parte, también puede ser que yo esté equivocado. Pero para ellos como para mí, el poder expresarlo libremente y sin condicionamiento es un derecho, aún en el disenso. Y eso sólo puede suceder cuando existe libertad para hacerlo. De lo contrario estaremos dentro de poco tiempo inmersos en las miasmas del pensamiento único, arquetípico de las dictaduras.
Armando J. Frezze
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