Imaginar que Internet y su increíble base de datos nos hará mas inteligentes o más sabios es tan falso como creer que los automóviles nos harán mas educados. E imaginar que tener auto, celular, PC, todos los electrodomésticos y un poco más por las dudas, nos hará felices también resulta una clara mentira. Porque, hoy aunque tengamos mucho, nos falta una oreja, lo que no es poco.
Hoy nos falta conversación, diálogo, compañía que escuche. Hace poco Leonor Arfuch escribió que la conversación es quizás la más corriente de nuestras prácticas, la cual -por no requerir habilidad especial- se confunde con el habla. Podría enmendarse un detalle de ese concepto y decir que la conversación “era” una práctica corriente. Hoy la caja boba de la TV encapsula a los mayores de treinta años y a los que tienen menos de esa edad los cloroformizan los juegos de la PC, las navegaciones sin destino por Internet o aislamientos por el estilo y les impiden -y les atrofian- el ancestral ejercicio de la conversación. A lo sumo, en su reemplazo sólo hay charla, es decir parloteo superficial sobre cualquier tema (una constante en las FM) y esa desmesura está matando la conversación y sus frutos.
¿Quién recuerda hoy sus reglas de oro? Eran tres: hablar poco, no hablar de lo que no se sabe y en lo posible nunca hablar de uno mismo. La regla primera, hablar poco, implicaba tener una oreja siempre dispuesta para escuchar al otro, que era lo más lo importante. Hoy sólo hablamos de nosotros mismos, de nuestros problemas, de nuestros objetivos, de nuestros éxitos o fracasos, de nuestra salud, pero poco y nada nos interesa escucharlo al otro. Es que la conversación, tradicionalmente, era una entrega y un encuentro y hoy parece ser un monólogo de dos. El escritor Santiago Kovadloff ha subrayado con agudeza que en este siglo nuevo, las personas más que oírse en el hablar se alternan en el decir, en un ejercicio de festiva incomunicación. Porque ni oyen ni escuchan ni se interesan; hoy hace falta la otra oreja. La política, la justicia, los parlamentos, las instituciones y las corporaciones, las universidades y los clubes, la familia y los amigos, parecen haber perdido una oreja. Sería más que útil recuperar la capacidad de escucha y reanudar la conversación al modo tradicional y el primer ejercicio práctico, casi obligado, sería decir la menor cantidad de veces posible la palabra “yo”.
Armando J. Frezze
Fotografía de Armando O. Frezze Durand
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