miércoles, 10 de noviembre de 2010

¿OÍR O ESCUCHAR?


Oír significa -según el diccionario de la Real Academia, en su primera acepción- “percibir con el oído los sonidos”  y proviene de la palabra latina audire. Escuchar -también en su primera acepción y según esa misma Academia-  coloca en cambio la cuestión en un plano algo más elevado,  toda vez que el significado literal asignado es  “Prestar atención a lo que se oye” y nada mejor que su vocablo de origen para dimensionar la distancia  ética que separa a una palabra de la otra; porque “escuchar” también proviene del latín, pero de la voz latina auscultare. Cualquiera puede oír el sonido del hombre interior, por caso el del corazón, pero auscultarlo es privilegio de pocos.
            Días atrás, en otra columna (La oreja que falta) comentaba que la política, la justicia, los parlamentos, las instituciones y las corporaciones, las universidades y los clubes, la familia y los amigos, parecen haber perdido una oreja. Un buen amigo me ha señalado, con algo de mordacidad constructiva, que esa retahíla, por lo extensa, le sonaba a exageración. Sus palabras me obligaban a una necesaria autocrítica y comencé a revisar la mirada que tenía sobre el asunto. Ello me llevó a recordar algo que había recibido, Internet mediante, hacía poco tiempo.
            Busqué y encontré la noticia: era un parte de prensa que el sitio oficial del Poder Judicial de Salta en la web  publicó el pasado jueves 12 de agosto, con motivo de la reunión mantenida ese día entre la Embajadora Británica en Argentina, Shan Morgan, con la Corte de Justicia de la Provincia.  La foto que ilustró  la nota mostraba a la Embajadora Morgan –que también ejerce la función de Embajadora no residente ante la república de Paraguay- y a tres integrantes del Alto Tribunal, uno de los cuales había colocado al frente suyo y sobre la mesa, su teléfono celular.
            La imagen disparó nuevamente cavilaciones sobre el tema. Si se ha concedido una audiencia a quien ostenta el rango de representante de un Estado soberano, seguramente el motivo ha de haber sido el escuchar a esa persona, no solamente oírla. Por otra parte ¿que razón podría haber para que alguien, celular mediante, obtuviera sin dificultad ninguna  una breve, aunque no solicitada, audiencia paralela y simultánea con la que se estaba llevando a cabo? Ninguna me contesté, tal vez el celular estaba apagado.
 Pero estar apagado  no le quitaba presencia a esa máquina de interrumpir que, aunque asordinada, resultaba tercamente visible.
Imaginé también que dado el siempre preciso marco protocolarh en el que suelen discurrir esas visitas, posiblemente  el asunto de celulares estaba considerado en las páginas de algún manual. Pero sólo fue un interrogante más.
            Intenté ponerme en el lugar de la diplomática, intenté también adivinar sus pensamientos. ¿Tendrán los jueces argentinos tan poco tiempo disponible que deben ambular por los edificios donde ejercen funciones, llevando un teléfono a cuestas? ¿La labor del juez  no resulta más bien de lectura y reflexión que de acciones y comunicación telefónica? ¿Visualizar el celular calma los nervios? Mi imaginación le adjudicó a la Embajadora el haberse formulado esas preguntas y varias más.
            El sonido del teléfono fijo de mi casa me sacó de las cavilaciones y, aunque no me tocó atenderlo,  también me devolvió a la realidad. Cierto es que no parece haber vocación de escucha en la cultura argentina actual y no parece tampoco una exageración lo que escribí en aquella columna, tal como lo creyó mi amigo.
Igual le agradezco su constructiva crítica porque, después de todo, la capacidad de crítica indica cierta capacidad de escucha.

Armando J. Frezze


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