Al iniciarse el pasado marzo la presidenta Cristina Kirchner sorprendió a propios y extraños al convocar a los legisladores a consensuar un proyecto que ponga límites a las protestas y piquetes que cortan diariamente calles y rutas en todo el país. El frente opositor de Sergio Massa días después propuso un proyecto semejante.
Resulta descorazonador que la política argentina repita una fórmula de fracaso garantizado: combatir el incumplimiento de una ley dictando más leyes, a sabiendas que no serán cumplidas ni las unas ni las otras.
Los piquetes, inicialmente, consistían en cortar una ruta como medio de protesta social. Era así de sencillo y sencillo era también su encuadre jurídico: el Código Penal dispone que impedir, estorbar o entorpecer el normal funcionamiento de los transportes es un delito sancionado con una pena máxima de dos años de prisión. El Estado posee todo un procedimiento para que la ley se cumpla o, en caso de infracción, para que se cumpla la pena. Faltaban décadas todavía para que el Pacto de San José de Costa Rica incluyera en el abanico de los derechos humanos la garantía de la libre circulación, hoy descripta en su artículo 22.
Pero el orden, la convivencia social y la función del estado fueron cambiando. La última vez que el estado funcionó como tal en los cortes de rutas fue al imponer una condena el juez federal de Bariloche, Leónidas Moldes, a la manifestante Marina Schiffrin: tres meses de prisión en suspenso confirmados luego por la Cámara Nacional de Casación Penal.
Después el Presidente Kirchner instaló férreamente el principio político de “no criminalizar las protestas” por sobre los principios jurídicos.
El caso de Gualeguychú fue icónico: un puñado de manifestantes impidieron por años la circulación sobre el puente internacional Gral. San Martín, violando el Código Penal e incumpliendo mandatos de la Constitución Naciónal como el que dispone que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por ella. El motivo invocado por los manifestantes, la conducta del gobierno uruguayo, también era violatorio de la Carta Magna, que desde 1853 estableció que las provincias delegan a la Nación la conducción de la relaciones internacionales, potestad que no reservaron para sí y ni mucho menos para sus habitantes.
El ordenamiento legal argentino tiene mecanismos previstos para hacer cesar esas desviaciones de convivencia social, mecanismos que están en manos de un Poder del Estado, el Judicial. En el corte del puente internacional la acción debió promoverla la entonces Fiscal Federal de Concepción de Uruguay, Dra. María de los Milagros Squivo, ya que los jueces no pueden iniciar causas penales de oficio. Pero la Fiscal nada hizo y así quebró su juramento de hacer cumplir la Constitución Nacional, esta inconducta también es sancionada por las leyes; en ese caso el Poder Ejecutivo estaba obligado a denunciar el hecho y promover la remoción de la Fiscal; podía hacerlo mediante sus representantes en el Consejo de la Magistratura, entonces el Dr. Héctor Masquelet, o mediante el Procurador del Tesoro, quien también pudo requerir la remoción de la fiscal. No hizo eso sino todo lo contrario.
Pasando por encima de la ley el Presidente Kirchner en mayo de 2006, frente a treinta mil personas en el Corsódromo de Gualeguaychú , dio un discurso de explicito apoyo a los piqueteros entrerrianos. Lo acompañaban ministros, gobernadores, vicegobernadores, legisladores, intendentes y sindicalistas. Su apoyo total les auguraba poder porque, como sentenció Alfredo Yabrán, “poder es impunidad”.
Pero cuatro después, en junio del 2010, la Presidenta Kirchner borró con el codo lo escrito con la mano: “Desde los 90 se instaló una metodología del corte que no comparto” dijo, “En todo caso es una falla del sistema judicial”. Difícil resultó creer en una falla del sistema legal o que la Justicia sea culpable. Lo que faltó fue la voluntad política de poner orden: desde finales del 2007 las vacantes de magistrados y fiscalías sin cubrir, con las ternas ya enviadas al Poder Ejecutivo, eran más de doscientas.
Mientras tanto, con un Poder Legislativo instalado en su limbo, desde el gobierno nacional se fue creando un estado de crispación que alteró a casi toda la sociedad. Los públicos y cotidianos exabruptos de Aníbal Fernández descollaron en esa actividad. Y de la crispación se pasó al odio. Poco después de la marcha del 13 de septiembre de 2012, referentes del grupo intelectual kirchnerista “Carta Abierta”, Juan Pablo Feinman y Ricardo Forster, intentaron matrimoniar esa pacífica manifestación con un supuesto sentimiento de odio. En Salta, Forster se lo repitió a El Tribuno: “Me preocupa la retórica del odio” dijo. Se instalaba así, desde el oficialismo, la palabra odio en el discurso político.
De la crispación y el odio pasar a los linchamientos fue sólo un trámite. Tras la divisa “Vamos Por Todo” se logró, finalmente, la democratización más perversa de la justicia: el ajusticiamiento popular.
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