Una futura e imperativa reforma de la Constitución provincial deberá, por razones insoslayables, incorporar la tecnología informática como exigencia para que las leyes lleguen a muchas más ciudadanos de los que a hoy llegan y también más lejos que cualquier biblioteca donde archiven boletines oficiales impresos. No es imposible: desde el año 2008 una existe esa obligación en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires para sus leyes y decretos. Salta incluso no es del todo ajena a este cambio de paradigmas: la ley que regula a la Auditoria General de la Provincia expresa que los informes y dictámenes de auditoría, que la Constitución obliga a hacer públicos, se harán “por medios informatizados u otros autorizados”.
En Siglo 21 progresar en la comunicación de leyes y normas que obliguen a todos los habitantes exige hacer uso de la tecnología informática, ésta cumple con mayor eficacia la difusión del conocimiento normativo. Es cierto que mucha gente no cumple con las leyes pero también lo es que no siempre resulta intencional esa conducta, sino que hay infractores por el simple motivo de no conocerlas. Ese hecho no los exime de responsabilidad y entonces surge el problema. Que las normas se presuman conocidas por todos después de publicadas, como dice el Código Civil, es claramente es una ficción, aunque necesaria. Ficción que hizo necesario también otro artículo que aclarara que desconocer la ley no excusa la responsabilidad del infractor. Un injusto callejón sin salida.
Desde 1869 la publicación de las leyes resultó entonces un requisito indispensable para su vigencia y desde aquella fecha se utilizó para ello la imprenta. Los Boletines Oficiales, el nacional, los provinciales y los municipales fueron las herramientas naturales. Pero la Argentina tuvo desde aquella fecha cambios sociales, políticos y económicos enormes; hoy la imprenta resulta insuficiente para ese cometido, comparada con las modernas tecnologías de comunicación que utilizan la red de Internet.
El nudo de la cuestión, respecto de las normas, es que no resulta lo mismo “publicación” que “publicidad”.
La publicación se realiza una sola vez y allí finaliza la obligación del Estado, aunque empiezan los problemas para los ciudadanos. En cambio la publicidad no un acto sino una cualidad que consiste en extenderse la posibilidad de consultar en el tiempo y en el territorio. A esa cualidad sólo se accede usando medios tecnológicos.
Hacer conocer las normas mediante boletines impresos fue un gran adelanto en el Siglo 19 respecto de los bandos y los pregoneros. Pero el Siglo 21 ofrece mejores medios parar permitirle a cualquier ciudadano conocer las normas, consultarlas a cualquier hora del día, incluidos los días inhábiles, de manera eficaz y eficiente, cada vez que lo necesiten y tener así un acceso sin límite alguno, y si además fuese gratis, la presunción de ser la ley conocida por todos, empezaría a dejar de ser una ficción.
La impresión de boletines ofrece más dificultades que soluciones; quien por cualquier motivo quiera, o deba, informarse sobre una norma deberá concurrir a una biblioteca en día hábil y en horario de atención al público, tener la suerte que Boletines Oficiales tengan un índice sistematizado por el bibliotecario y una suerte extra hará que los textos estén actualizados. La informática derriba esas barreras.
No ocurrirá de un día para el otro, se necesitará una convivencia de los dos sistemas durante un tiempo, es la solución aplicada por la Ley 2.739 de la ciudad de Buenos Aires.
Una usual objeción a esta solución dice que excluiría a mucha gente, la que no tiene computadora o carece de acceso a Internet. Puede ser cierto. Pero no es menos cierto que el actual sistema, por sus limitaciones, excluye a más personas.
Hoy el estado cobra impuestos beneficiándose con tecnología informática que le permite no ser fiscalmente débil. Si el estado se beneficia ¿por qué no ampliar el cambio para que se beneficie el ciudadano común?
Preferir el sistema actual, publicación impresa, rechazando un acceso más generalizado y sin límites para las consultas, es falta de sentido común o un deseo de conservar las dificultades para que el ciudadano no pueda conocer sus obligaciones. O sus derechos.
Armando J. Frezze