sábado, 11 de diciembre de 2010

EL TESORO DE LOS JESUITAS SEGÚN LUGONES




                Después de la expulsión de la Compañía de Jesús de tierras americanas, en 1767, nacieron incontables rumores sobre tesoros que los Padres jesuitas habían ocultado antes de iniciar el forzado regreso a Europa. En Salta la leyenda señala al Cerro El Zorrito, frente a Cafayate, como el lugar donde está enterrado ese tesoro, aunque también se menciona al Cerro Colorado o el Curu Curu en Galpón. En Tucumán se cuenta que las diez y ocho exactas carretas han sido enterradas en Miraflores o en Balbuena.
                En Chile la quimera tiene escondido el tesoro en el  Cerro Negro, cerca de la comuna de San Antonio, en la Vª Región.  En Colombia se dice que el tesoro de los jesuitas está enterrado en las criptas de la iglesia de San Carlos, en Bogotá, aunque otra versión  afirma fueron ocultados  en los túneles del Colegio de San Bartolomé. Perú no escapó al misterio: antiguas narraciones ubican el enterramiento en algún lugar  del cerro Espinal  cercano a la ciudad de Juliaca, ubicada a más de 3.500 metros sobre el nivel del mar.
Y si no fuesen suficientes los cuentos de caudales ocultos en la América, Europa también aportó lo suyo. En la ciudad de Praga, adonde la Compañía de Jesús llegó en 1555, el tesoro ocultado por los jesuitas después de su expulsión el imaginario popular lo sitúa enterrado en la orilla izquierda del río Moldava, donde existió antiguamente una capilla y una residencia veraniega de la orden, solar en el cual hoy se alza el edificio de la Academia de Straka, sede del Gobierno.

LEOPOLDO LUGONES Y SU OPINIÓN
               
                La enorme producción de este escritor argentino es recordada generalmente por un libro singular, de ardua lectura pero que narra en forma espléndida una epopeya también espléndida: “La Guerra Gaucha”. No obstante otro libro ajeno a la poética, que en sus inicios fue una memoria encargada por el Ministerio del Interior en 1903 y que al concluir era un ensayo histórico, “El Imperio Jesuítico”, es su más perfecta obra en prosa, según la opinión de Jorge L. Borges. Lugones  pasó un año en aquél territorio fascinante y la bibliografía consultada -y aplicada- es inmensa. Más de ciento treinta autores y colecciones son citadas al final de la obra, cuya primera edición es de 1904.
                Afirma Luis Alberto Murray  que en este libro Lugones abunda en malhumor clerical “pero constituye una excelente introducción al tema –vasto y trascendental- de la erección de las Misiones en la América del Sur”.  Y agrega que su autor descree del propósito pero exalta a los protagonistas, los Padres Jesuitas,  y reconociendo que  el rendimiento económico de las Misiones fue más que satisfactorio, agrega acerca de ese titánico emprendimiento: “ … es tan exagerado atribuirle un carácter comercial exclusivo como negárselo del todo. En realidad los Padres no tenían porqué rehusar un justo provecho, con mayor razón cuando no era para su enriquecimiento personal”,  reflexiona en el Capitulo IV.
                Entre las variadas apreciaciones del ensayo, Lugones  realiza una minuciosa estimación de los resultados económicos que fueron el fruto de la actividad productiva de las Misiones desde el inicio del Siglo 18 hasta su expulsión; toma sólo esa porción temporal por considerarla la mejor documentada.
                Afirma que  lo producido en ellas proveía todo lo necesario para la manutención de los habitantes de las Misiones y el excedente, que era mucho según sus cálculos, enviado a Buenos Aires.  (Las Misiones habían sido agregadas por rescripto real al Gobierno de Buenos Aires.)Las necesidades de la población no eran grandes: no usaban calzados,  la vestimenta era de tejido de algodón  –calzón, camisa y gorro el varón, un tipoy las mujeres-  y para la alimentación sólo se importaba lo que ese vasto territorio no poseía: la sal. El resto se obtenía de la tierra, siendo “la alimentación casi enteramente vegetal, era un ordinario de mote y mandioca, bueno y abundante” cuenta el autor. Añade que había cañaverales que producían melaza y que los excedentes de la producción yerbatera se enviaban a Buenos Aires “en monstruosas jangadas que cargaban hasta cien mil kilogramos y navegaban casi al azar corriente abajo”.
                Las viviendas se alzaban utilizando piedras y maderas del lugar y “armas y pólvora allá se fabricaban;  lujo no existía, pues la vida era para todos reglamentariamente  igual y en cuanto a los objetos de culto, éstos por su propio destino, exigen pocas reposiciones”. Construyeron pequeños telescopios, anteojos astronómicos, relojes de sol, se tienen noticias de cinco imprentas (aunque pudo ser una sola, itinerante), hubieron talleres de diversos oficios: pintores, doradores, escultores, artesanos del cuerno y madera y hasta relojeros. Algunas iglesias poseían órganos de madera construidos allí bajo la dirección de los P.P. También se fundieron algunas campanas con cobre de la región. Cada pueblo tenía orden de fabricar toda la pólvora que pudiese, poseían artillería de hierro y de  bronce. Una vez al mes se tiraba al blanco en todas las reducciones. Excelentes obras viales y puentes notables  permitían las comunicaciones  y se hicieron  obras de drenaje en los esteros.
                En síntesis, las reducciones producían mucho más de lo que gastaban y tenían buenas vías de comunicación para comerciar el excedente. Y después de señalar la importancia de los yerbales, la vastedad de los algodonales y la enorme cantidad de ganado que criaban, concluye en base a pruebas documentales de la época que un calculo de gastos y recursos hecho con la mayor prudencia permitía llegar a estas conclusiones: calculando el gasto de un pueblo de las Misiones en 8.000 pesos anuales  y ese pueblo –de 1.200 habitantes promedio- producía de 30 a 40 pesos por habitante, la utilidad anual era de $ 30.000.  Lugones, aunque la población promediando el Siglo 18 alcanzó los 150.000 habitante, por prudencia toma una base de sólo cien mil y  suma, además, a los gastos corrientes de los pueblos los dispendios ocasionados por las fiestas patronales, y aumentando aún algo más el gasto en mercaderías y ornamentos importados, -todo ello en pos de evitar exageraciones- contando sólo lo producido durante el siglo 18 “a pesar de que antes de esa fecha la producción era ya muy fuerte, salen más de doscientos millones de pesos líquidos”  de ganancia durante ese siglo y hasta el momento de la expulsión . Aunque luego afirma que en realidad el monto justo de las ganancias, para el siglo de trabajo pacífico que debe asignarse a las Reducciones,  asciende según él a algo más de trescientos millones de pesos.  El peso en el cual él expresa sus cálculos era el peso argentino o patacón, creado  por Ley Nº 1130 del año 1881 y tenía 25 gms. de plata 900.  Esa producción que bosqueja Lugones  para el siglo 18, tomada la última cifra de 300 millones equivalen  en consecuencia a 75 millones de kilogramos de plata 900.
             Advierte Lugones, por otra parte, que el monopolio de los P.P. Jesuitas era absoluto: en las reducciones no circulaba moneda alguna, allí  se había establecido una equivalencia entre una determinada cantidad de productos y la unidad monetaria que recibía el nombre de “peso hueco”, que era simplemente una moneda de cuenta, tres pesos huecos equivalían a un patacón, o “cinco francos 446”; existía una casi absoluta imposibilidad para los comerciantes de ingresar a las Reducciones; de las treinta y tres sólo podían comerciar libremente seis en la margen derecha del Paraná; los Padres eran los únicos exportadores, y en todo aquel vasto territorio el idioma español estaba rigurosamente excluido,  sólo se utilizaba  la lengua indígena (las imprentas –que también las tuvieron-  imprimían obras en idioma guaraní o latín únicamente) Ese imperio en miniatura -como le llama Lugones-  estaba casi totalmente aislado de todo contacto con el exterior.  No podían vivir en las Reducciones ni españoles, ni mestizos ni mulatos; prohibido les estaba a los indios trasladarse de un pueblo al otro; los viajeros sólo podían quedarse dos días, y uno más si llevaban mercaderías; si en el pueblo había venta o mesón no podían hospedarse en casa de indios.

FINAL SIN TESORO

                               Pero volviendo al destino de todas esas riquezas y a la leyenda forjada tras la expulsión, Lugones reflexiona: “Grandes constructores de subterráneos fueron los jesuitas en todas partes…ello atizó la fantasía de los tesoros ocultos...” “.. Hay todavía restos de cuadrantes solares en los pueblos jesuíticos, uno restaurado en San Javier, otro bastante destruido en Concepción, porque lo picaron a cincel en busca de tesoros otro en la Iglesia de Jesús (Paraguay)”… “Es cuanto queda de las antiguas reducciones, sin cesar devastadas por los vecinos de las aldeas que medran en sus inmediaciones….Sea como quiera, el bosque y los hombres consumarán pronto la destrucción”.

      Y clausura sus lamentaciones con la que fuera una de las tesis del ensayo y que hoy interesa aquí en cuanto al “tesoro”, al menos el que inútilmente se buscara en las Misiones, aunque el eje conceptual podría extenderse también a toda América : “La leyenda de los tesoros escondidos y derroteros de minas motivó remociones que resintieron muchos edificios y que continúan todavía con maravillosa estulticia. Antes dije que en las Reducciones no circulaba moneda, de modo que no existieron jamás semejantes caudales. El producto de las explotaciones debía ir directamente desde Buenos Aires a Roma, sin que jamás volviera amonedado a su punto de partida; y en cuanto a los ornamentos, como los P.P. tuvieron noticias ciertas de su expulsión un año antes de realizar ésta, es de suponer que salvarían con tiempo los más valiosos. Las excavaciones no produjeron pues, otro resultado que acelerar la ruina empezada por el tiempo y el bosque”. Esa maravilla que hoy conocemos sólo en parte con el significativo nombre de las “Ruinas de San Ignacio”.

Armando J. Frezze


Fotografía “Gran Pórtico del Templo”, ruinas de San Ignacio, pertenece al libro “Misiones y Cataras del Iguazú”, Ed. Bourquin y Cía, Bs. Aires, sin fecha. Probablemente finales de 1920 o principios de la década siguiente.  Las demás pertenecen al archivo del autor.

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